domingo, 8 de junio de 2014

Montoneros silvestres, el libro

Prólogo de Roberto Baschetti



El adjetivo «silvestre» tiene un solo significado en el diccionario, y hace referencia a lo que se cría naturalmente y sin cultivo en selvas o campos. En el caso que nos atañe, coincidencia o no, puede referirse a un campo muy particular como lo es el campo nacional, popular y revolucionario.
Roberto Cirilo Perdía fue miembro de la Conducción Nacional de Montoneros. «En febrero del 70 nos reunimos en Córdoba compañeros de esa provincia, Buenos Aires, Santa Fe, Tucumán, Salta. Allí decidimos avanzar en la constitución de una organización nacional (…) Acordamos discutir que su nombre fuera “Montoneros”. Un ex seminarista participante de la reunión, el “Negro” Orlando Montero, dejó asentado sobre un pizarrón ese nombre escrito (…) El nombre reunía una serie de condiciones que hacían muy fácil la elección. Se correspondía con el revisionismo que acompañaba toda nuestra actividad. Significaba recuperar nuestras tradiciones épicas y los méritos del hombre criollo en procura de darle independencia a la Nación y retomar las banderas de una práctica federalista (…) Preferíamos optar por una denominación que naciera de la propia experiencia, que recogiera la memoria histórica y la cultura de nuestro pueblo. Las montoneras del siglo XIX nos daban el nombre que buscábamos». Estamos ante un caso fundacional de montonerismo silvestre, que se estaba pariendo —nada menos— que en las entrañas de una dictadura militar. Muy pocos lo sabían, solamente los iniciados en la propuesta. Hicieron historia.
«Juanjo» Vitiello pasará a la historia sin saberlo. Por montonero y por silvestre. Observó, exprimió su pensamiento, hizo deducciones, solucionó el problema. Me dice, luego de veinte años de los hechos: «De algo me ha servido pasar dos años y medio en el Politécnico y ser pésimo alumno de dibujo técnico. Yo recitaba de memoria: “La elipse es una curva plana, cerrada, simétrica, en la que se verifica que la distancia de uno cualquiera de sus puntos a otros dos fijos llamados focos es igual y constante al eje mayor”. Si no existiese la elipse no existirían las estaciones. La órbita circular haría de la Tierra una esfera con sitios de permanente invierno y de permanente verano. La Plaza de San Pedro en Roma es elíptica. Los focos están marcados por dos placas redondas de bronce. Si uno se para en cualquiera de ambos, y recorre con la mirada las columnatas que vendrían a ser el trazo de la elipse, ya no se ven tres columnas (así está compuesta la galería) sino sólo una. ¿No es perfecto?
En octubre de 1973 había que hacer una bandera. La más grande que se pudiera. Había un acto en Córdoba. La mesa de trabajo era la calzada entera de una calle cortada. Letra negra y rectilínea y pincel ancho, como correspondía a convicciones tan lineales y modos tan expansivos. Todos aportaban algo. Llegó el momento de los distintivos. ¿Cómo se hace la Estrella Federal? A brillar mi amor, hubiera dicho el Indio Solari, el de los Redondos. Dije: ocho puntas, hay que hacer un octógono. ¿Con qué? Algo redondo, trazamos, metemos dos cuadrados. Salió bien. A pintarla de rojo.
Ahora hay que hacer el escudo. Es como un huevo dijo uno. No, aseguré, un huevo se hace con un semicírculo y una parábola. Es una elipse, afirmé seguro. ¿Y cómo se hace? Dije: las damas mendocinas lo hicieron con una fuente, pero nosotros no tenemos. Hay que hacer la elipse del jardinero. Todos me miraron: ¿¿…?? Los jardineros hacen los almácigos circulares y elípticos con la sola ayuda de un hilo, estacas y alguna madera como regla. Siguiendo la definición que se me grabó de tanto aplazo, tomé la regla, tracé los ejes sobre un cartón que serviría de molde, clavé un clavo en cada uno de los que serían los focos, los uní con un hilo que sería “la distancia de uno cualquiera de sus puntos a otros dos…”, puse un lápiz estirando el hilo y, llevándolo por el ineluctable recorrido de todas las curvas regulares, hice aparecer una elipse. Creo que nunca he hecho nada más concreto en mi vida para hacerme admirar un ratito. Alguien con buena mano dibujó dentro del escudo una V corta formada por un Fal y una Tacuara con una P en el medio, suspendida y siguiendo el borde de la elipse se escribió: “Perón o Muerte — Viva la Patria”. Los demás terminaban los retoques de las grandes letras que decían ostensiblemente, en mayúsculas: MONTONEROS».
Valgan estos dos ejemplos, estos dos relatos de militantes, para introducirnos en este libro de investigación de Mariano Pacheco que me ha privilegiado con el honor de prologarlo. Y que reúne varios méritos. El primero y principal surge de la voluntad del autor de recuperar una historia que aparecía fragmentada, perdida, olvidada, desconocida. ¿Quién podía suponer que un conjunto de militantes montoneros pudo hacer pie en el Sur del Conurbano Bonaerense en el medio de la más feroz dictadura cívico-militar que padecimos los argentinos en toda nuestra historia? Y que presentó resistencia y combate. Y que no pudieron ser destruidos en su totalidad por las fuerzas represivas que los centuplicaban en número.
Y a partir de esa resistencia, el relato de Pacheco nos muestra facetas desconocidas u ocultas adrede por la historia oficial. Como bien dice en su relato: «Que la clase trabajadora se hubiera demorado tres años en protagonizar una primera jornada nacional de protesta no significa que no hubiera luchado durante todo ese período. De hecho, la resistencia al régimen comenzó el mismo 24 de marzo de 1976. Aún en repliegue, los obreros aprendieron a ensayar nuevos métodos de protesta y a recuperar otros viejos. Profundizó como nunca su odio de clase y hasta protagonizó huelgas parciales y tomas de establecimientos laborales». Para luego explicitar en la microhistoria que lleva adelante que «cuando Pepe habla, parece contradecir la mirada típica que suele tenerse sobre esos años. Y plantea que aún hasta fines de 1978, ellos lograron tener apoyo de un sector de la población de los barrios de la Zona Sur del Conurbano. Sobre todo de los sectores más humildes, aclara. Y comenta que haciendo los recorridos casa por casa para entregarles a los vecinos un volante, una revista o un boletín sindical, se topaban con gente que les advertía dónde vivían policías o militares. Y también de quiénes tenían un dudoso vínculo con personal de las fuerzas de seguridad. Así contactamos delegados de Peugeot y de Alpargatas quienes, lejos de alejarse, nos abrían las puertas de sus casas para hacer reuniones con sus compañeros de trabajo más politizados. Había miedo, sí, pero también bronca por la situación que se vivía». Los cuatro mil conflictos gremiales registrados durante el año 1978 avalan la cita precedente. Y si alguna duda cabe de lo que se asevera en el párrafo anterior, unas páginas más adelante en su relato, cuando se refiere al «Negro» Gonzalo Chaves, menciona sobre este: «Para su sorpresa, los conflictos obreros —en la mayoría de los casos de baja intensidad— se mantenían casi de manera permanente. Y en algunos lugares como en Alpargatas, las obreras confeccionaban y repartían volantes con la firma de Montoneros».
Y Mariano Pacheco también deja claro que el lógico miedo al terror que desplegaba permanentemente la dictadura no impedía la solidaridad del pueblo peronista con los jóvenes montoneros. Así se desprende fehacientemente de las palabras de su entrevistado Eusebio: «Resulta que un día Alba, la madre de Juan Carlos, entra a la casa y me encuentra manipulando un arma. Era terrible, podía implicar tener que declarar la emergencia y levantar la casa, renunciar al trabajo, borrarse de la zona. Pero no. Por ese olfato que solían tener las doñas peronistas, Alba se dio cuenta que no éramos chorros. Así que lejos de ponerlos en emergencia, la “vieja peronista” les dio oxígeno. Alba les presentó a su hijo, además. Y éste, Juan Carlos, se incorporó inmediatamente al pelotón que Eusebio componía junto con Noelia. Pero eso no fue todo, explica Eusebio. La vieja iba y rompía las “pinzas”, para ver qué información nos podía traer: nos contaba cuántos efectivos había, chusmeaba todo lo que podía, venía y nos contaba. Una maravilla, doña Alba…».
Y sobre los Montoneros de la zona: ¿qué? Mariano Pacheco, a lo largo del relato que conforma un libro imprescindible para entender lo que pasó en un pasado reciente —oscuro, inasible, oculto—, explica también con palabras acordes qué era lo que movía a tantos jóvenes a resistir, desde una organización político-militar, a la descarada entrega de nuestra nación. En boca del resistente Ramón pone la definición justa: «Yo entendía que la gente estaba asustada, pero estaba convencido, también, de que el pueblo nos quería, nos respetaba, porque éramos los únicos que resistíamos». Y agrego yo que nadie se entregaba vivo, se resistía sí o sí; no por una cuestión de militarismo, sino porque la combatividad era lo último que podía perderse, porque si caías vivo te cortaban en pedacitos. Y de esta frase, que no es una licencia lunfarda ni mucho menos, puede dar fe el compañero Víctor Hugo Díaz (Beto) —presente en el libro de Pacheco por su accionar y su fuga cinematográfica— (se escapó del Regimiento 3 de Infantería de La Tablada, donde estaba secuestrado), y que le aclara al autor: «Nosotros éramos un grupo que era del territorio, conocíamos más la zona que el enemigo y tratamos de hacer de eso el eje de la resistencia». Y para ello contaron con todos los pocos medios que tenían a su alcance. Aprovechando al máximo las ventajas relativas que podían obtener o sacar de objetos que a simple vista no parecían aptos para resistir. Siempre con una cuota de creatividad e ingenio que solamente puede provenir del pueblo peronista. Afirma Pacheco que así fue como «la bicicleta se transformó en un elemento central de la resistencia montonera en la zona. Era típico ver laburantes ir y venir en bicicleta. Entonces ellos, aprovechando el conocimiento del terreno, suplantaron al automóvil, al aparato, por el funcionamiento de pequeños grupos de tres militantes que se trasladaban en bicicleta: para hacer pintadas, repartir volantes, colgar “gancheras” en las paradas de colectivo, hacer inteligencia sobre barrios donde vivieran empresarios o militares y sobre las fuerzas represivas de la zona». Y Beto, citado con anterioridad, apuntala lo dicho: «Hasta operativos militares llegamos a hacer en bicicletas. Los compañeros tapaban los fusiles FAL con bolsas de nylon negras, y en la punta le ponían un cepillo. Quedábamos como pintores que se dirigían a sus trabajos con sus herramientas a cuestas».
Espíritus rebeldes, indomables y antidictatoriales peleando por sus principios contra la fuerza bruta hubo siempre y seguramente los seguirá habiendo, porque esa lucha y ese enfrentamiento están implícitos en la historia de la propia humanidad.
Sólo basta repasar, en el siglo XX, las luchas populares contra el franquismo y el nazismo. Recordar a los cientos de luchadores de la República Española que, caída la misma, se refugiaron en bosques y montañas para seguir combatiendo a la ignorancia, a la brutalidad y al oscurantismo franquista hasta 1952. O mencionar al general y héroe de la Unión Soviética, Iván Vasilyevich Panfilov, que en noviembre de 1941, al mando de una división de infantería durante la Batalla de Moscú, defiende con éxito el sitio y con sólo 28 soldados a su mando (de los que solamente sobreviven tres luego de siete días de combates) logra la proeza de destruir 18 tanques Panzer y detener y luego contraatacar con éxito a la hasta por entonces indestructible maquinaria bélica nazi. En esta vertiente de heroísmo y entrega sin límites a lo largo de la historia reciente debe adicionarse, sumarse, reconocerse, la resistencia montonera contra la oligarquía vernácula y el imperialismo yanqui llevada a cabo a partir de 1976 y obviamente, del mismo modo, contra su brazo represivo y de choque, la Policía y las Fuerzas Armadas. El libro de Mariano Pacheco es fundamental para tal fin.
Resta despedirme con las palabras que el combatiente guerrillero checo Julius Fucik, en lucha contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, dejó inmortalizadas en su libro Reportaje al pie de la horca; palabras que no dudo Mariano Pacheco también hará suyas. Allí escribe: «Sólo les pido una cosa. Los que sobrevivan a esta época no olviden. No olviden a los buenos ni a los malos. Reúnan con paciencia testimonios de los que han caído por sí y por ustedes. Un día, el hoy pertenecerá al pasado y se hablará de una gran época y de los héroes anónimos que han hecho historia. Quisiera que todo el mundo supiese que no ha habido héroes anónimos. Eran personas con su nombre, su rostro, sus anhelos y sus esperanzas, y el dolor del último de los últimos no ha sido menor que el del primero, cuyo nombre perdura. Yo quisiera que todos ellos estuviesen cerca de ustedes, como miembros de su familia, como ustedes mismos».





martes, 12 de marzo de 2013

La clandestinidad es la imposibilidad de meter un amigo a casa


El 24 de marzo de 1976, luego de enterarse por el diario del Golpe de Estado, Gonzalo Chaves sintió un alivio. Si bien para mucha gente el inicio de la dictadura implicaba el inicio de una nueva etapa en sus vidas, para él y muchos de sus compañeros, los cambios no parecían ser demasiados. No, al menos, durante los primeros meses. 


Es que Gonzalo estaba clandestino desde hacía largo tiempo, aún antes de que la propia organización pasara, formalmente y de conjunto, a la clandestinidad. Fue en agosto de 1974, luego de que la triple A asesinara a su padre y a su hermano. Eso sucedió el 7 de agosto. Dos o tres días después, una patota irrumpió en su casa. Pero hacía dos meses que él no vivía más allí, así que no lo encontraron. En ese momento deambuló un tiempo por su La Plata natal, hasta que sintió que se había transformado como en una especie de muerto en vida. Iba por la calle y la gente me tocaba. Era un gesto de cariño, no una cosa jodida. Pero yo no pude aguantar eso. Y me fui.
A Quilmes se fue a vivir Gonzalo. Y entonces asumió su puesto de lucha como responsable sindical de la Columna Sur, además de  miembro de la Conducción Nacional de la JTP. No podía trabajar, por el nivel de exposición en el que se encontraba, y además las tareas en las que estaba involucrado eran demasiadas, y demasiado importantes para la organización. Así que vivía como un cuadro rentado, es decir, la organización le otorgaba mensualmente un salario que equivalía al de un oficial metalúrgico con diez años de antigüedad. Era parte de la estrategia de Montoneros, la de intentar transformar esa fuerza generacional centrada en sectores medios y sus vínculos con las barriadas populares a través de la JP, en una fuerza de clase, vía la JTP. Si bien al principio primó una idea alternativista, comenta Chaves –por ejemplo, en el acto de fundación en la Federación de Box, los compañeros cantaban “JTP, la nueva CGT”– luego avanzaron en los debates, en las discusiones, y lograron contar con militantes dispuestos a ir a elecciones en los gremios, y disputar las comisiones directivas y los cuerpos de delegados.
En ese momento, cuando se produce el golpe, estábamos preparándonos para la paritaria. Luego del Rodrigazo, las Coordinadoras habían quedado con una organización y una polenta muy grande. En Sur la Mesa de la Coordinadora de Gremios en Lucha era muy fuerte. Teníamos trabajo en las principales empresas de la zona: Ducilo, Alpargatas, Rigoló, La Bernalesa, Cattorini, cuenta Chavez,  y explica que en el movimiento obrero hay lugares emblemáticos, en los que hay que tratar de estar –remarca– sí o sí. La decisión de una fábrica importante parte aguas, ejerce un liderazgo. Por la importancia de la industria, el lugar que ocupa, su historia…
Así que en eso andaba cuando se inició el Proceso de Reorganización Nacional. Llevaba ya más de un año viviendo en Quilmes, y militando en la clandestinidad. Había visto como las bandas paramilitares asesinaban a parte de su familia, como les tiroteaban los locales y les secuestraban compañeros, que después aparecían maniatados y con un tiro en la nuca. Había visto caer de sus puestos a los gobernadores amigos de la Tendencia: Ricardo Obregón Cano en Córdoba, Oscar Bidegain en Buenos Aires, Alberto Martínez Baca en Mendoza, Miguel Ragone en Salta, Jorge Cepernic en Santa Cruz.
Paradójicamente –comenta Chaves– los días y semanas posteriores al golpe hubo paros, continuó la lucha sindical. Y la libraban los gremios que estaban mejor pagos. Entonces conversaron que, ante la dictadura, tenían que reconocer a los dirigentes sindicales que habían estado hasta el momento previo al golpe. A esos que acusaban de ser burócratas sindicales. Para adentro es un problema de los trabajadores, pero no podíamos permitirnos otorgarle a la dictadura que sea quien determine quién era representativo y quién no.
La situación era compleja, y contradictoria. Habíamos largado el Partido Auténtico, y también atacado el Regimiento de Formosa. Había un doble camino que implicaba, a la vez, avanzar sobre los espacios de legalidad y prepararse para el golpe.
Con el inicio de la dictadura el espacio de legalidad política queda definitivamente clausurado. Así que todas las fuerzas se vuelcan a la construcción del Ejército Montonero. Pero Chavez, un cuadro obrero experimentado, continúa en el “frente sindical”. Entre julio y septiembre de 1976 participa de todo el proceso de organización de la CGT-R.
Era clandestina la estructura, pero peleábamos por recuperar la legalidad sindical. Trabajábamos con el criterio de la “clandestinidad abierta”, es decir, estar clandestino pero vivir como todo el mundo. Tener un trabajo, llevar a los chicos a la escuela, relacionarte con los vecinos. Todo eso te da un sentido de la realidad. Escuchas muchas voces. Si no estás metido en el aparato, todo es un microclima. De todos modos la clandestinidad es muy dura. Es la imposibilidad de meter a un amigo a tu casa. Necesitas mucha disciplina para ser clandestino, remarca Chavez, quien recuerda que entonces sacaban a las calles un boletín, muy sencillo, en el cual se proponían un objetico básico: difundir las luchas que había, que el trabajador pudiera acceder a la información de los conflictos que había, ordenada, sistematizada, toda junta. Porque en general, la información estaba, pero salía una noticias en un diario, y otra en otro. Una un día y otra otro día. Y el trabajador, a lo sumo, leí un solo diario, y no todos los días. Entonces, capaz que había varios conflictos en una misma semana, pero la sensación era que había sólo alguno que otro.
El recorrido de la represión había ido desde Norte hacia el centro del país. Así que para ese momento –mediados de 1976– la Columna Córdoba estaba con serios problemas, sobre todo en el trabajo gremial. Entonces la CN envía a Chaves para hacerse cargo de la Secretaría Política, de la cual dependía el Frente Sindical. Tenían trabajo en los gremios del Estado, en metalúrgicos, en bancarios y en automotriz, basicamente. Caían 30 compañeros por día y no encontrábamos la forma de pararlo. Nadie quería dar la cara. Entonces largamos una estrategia que consistía en convocar a los compañeros en cada sección. Pegábamos en los baños unos carteles que decían que al otro día, a tal hora, se reunirían por breves minutos en tal sección. Y así iban rotando por los distintos lugares dentro de una misma empresa. Y si bien Chavez permanecía por fuera de los establecimientos laborales, era un poco la cabeza de todo ese proceso de reorganización, que buscaba poner en pie nuevamente al movimiento obrero, ya no para que sea columna vertebral de un movimiento liderado por una persona, como había sido durante 30 años con el peronismo, sino que ahora buscaban que el proletariado urbano fuera cabeza y corazón de un movimiento conducido por un cuerpo colegiado: el Partido Montonero.
En eso andaba Chavez, cuando se avecinaba el primer aniversario de la dictadura.


viernes, 22 de febrero de 2013

María: todo lo sólido se desvanece en el aire


Durante la primera quincena de enero de 1977 María y Lucho se fueron a Mar del Plata. Fueron las últimas vacaciones que pasaron juntos. En medio del terror que imponía la dictadura, ambos se dieron tregua para disfrutar unos días del sol, de la playa, de la distención y del cariño sobre el que toda pareja, militante o no, edifica su historia de amor.


Como casi todo en esos meses, en esas semanas, toda tranquilidad se desvanecía rápidamente en el aire. A los tres días de haber regresado de sus vacaciones el 19 de enero de 1977 María y Lucho se enteran que Mario había caído en la puerta de una clínica de Lanús. Evidentemente, la cita que iba a cubrir con alguien del sector de Sanidad de la Zona Norte estaba cantada.
Para cuando Mario se da cuenta de que hay ciertos movimientos raros en la cuadra, ya es tarde. Por eso al ver que no tiene escapatoria se toma la pastilla de cianuro y se tira debajo de un auto. Los militares, ya alertados del procedimiento, se abalanzan sobre él, lo sacan y lo meten inmediatamente adentro de la clínica, para hacerle un lavaje de estómago, intentando en vano mantenerlo con vida.
Su muerte fue un duro golpe para María y para Lucho, porque además de compañero Mario era un vecino y un amigo.
Mario Aníbal Bardi se había criado en Temperley, en una casa ubicada en las cercanías de la estación del ferrocarril. Si bien de derecha, la vocación de debate político de su padre lo fue familiarizando desde temprana edad en las discusiones en torno al posible destino del país. Al igual que su padre, también, Mario siguió los caminos de la medicina, aunque no los de la odontología. Antes de su incorporación a Montoneros, había tenido un paso por la Acción Católica. Un paso breve, ya que la Juventud Peronista ejerció sobre él una atracción que le resultó irresistible.
Ni bien se enteraron de la caída de Mario todos decidieron mudarse: Teresa, Lucho, María y sus dos hijos. Al final no pasó nada, nadie nos vino a buscar, comenta María más de tres décadas de ocurridos los hechos. Pero por precaución no quisieron regresar a sus antiguos domicilios. Así que allí comenzó, para ellos, un largo peregrinar. Empezaron a yirar de un lado para el otro. Unos días en la casa de unos compañeros en Adrogué, una semana en una obra en construcción, hasta que –provisoriamente– consiguieron que un señor les alquilara en Solano una casa por 15 días, al menos para guardar sus cosas. Una casa que estaba destruida, recuerda María. Fue entonces cuando Lucho comenzó a moverse por la zona. Hasta que de tanto ir y venir, preguntando por aquí y por allá, consiguió que un viejo –que tenía un kiosco sobre la calle Pasco– le vendiera un terrenito, muy barato –porque no tenía papeles ni nada–. Allí, en tan sólo una semana, Lucho armó la base para poner una casilla.
Así fue como justo una semana antes del primer aniversario del golpe, el 17 de marzo de 1977, Lucho partió en un camión, en dirección al terreno donde había conseguido que le vendieran esa casilla usada. A María le encantaba ver a Lucho moverse así, de acá para allá, resolviendo siempre todo problema que se les presentara. Pero también le daba miedo, ya que era un tipo muy conocido. Había sido el responsable de la JP en toda la Zona Sur y dirigente del Partido Peronista Auténtico (PPA) de Quilmes. Su cara, en primera plana, había salido fotografiada alguna vez en la revista El descamisado. Había hablado en actos locales en más de una oportunidad. Infinidad de reuniones habían contado con su presencia.
Por eso ni bien la “patota” que recorría la zona aquel día lo vio, lo reconoció. Según pudo saberse luego, las cosas sucedieron más o menos así:
El conductor pega una frenada en medio de la avenida Pasco. Cuatro tipos se bajan para reducirlo, pero no pueden. Así, pelado como estaba, sin armas, Lucho pelea como un toro salvaje: a las patas limpias, y a las piñas nomás… y logra zafar. Empieza a correr, pero enseguida siente las balas de ametralladora atravesándole la espalda.
Desde hacía 4 años que estaba junto a María. Se habían conocido en un acto en el Luna Park, en 1973. Desde entonces unieron sus vidas con fervorosa pasión. “¡Vivan los Montoneros, carajo!”, fueron las últimas palabras que Lucho pronunció. Aunque en ese momento ni María, ni Teresa, ni ninguno de sus compañeros pudieran escucharlas, él las gritó igual. Fue su forma de enfrentar a esos verdugos que ni siquiera pudieron matarlo mirándolo a los ojos.
Ricardo Miguel Ángel Morello, Lucho, había dado sus primeros pasos en la militancia junto a los cristianos enrolados en la Teología de la Liberación. Luego, y antes de incorporarse a Montoneros, tuvo un breve paso por las Fuerzas Armadas Peronistas. Cuando lo mataron y desaparecieron, por la forma de vestirse, en parte, y por la música que escuchaba –como tantos durante esos años– parecía un tipo más grande de lo que en realidad era. Un hombre totalmente adulto, recuerda María. Pero tenía apenas 33 años. No usaba vaqueros sino pantalón de vestir, y era un gran admirador de Carlos de la Púa.
(Recién en 1991 sus restos fueron hallados como NN en un cementerio de Lomas de Zamora e identificados por el Equipo de Antropología Forense. Así que casi una década y media tuvo que esperar María para saber dónde estaban los restos de su compañero, y poder exhumarlos y sepultarlos. Siempre que vuelvo a pasar por el lugar donde lo secuestraron no puedo evitar que me sigua produciendo dolor. No sé si hice el duelo, no sé qué es hacer el duelo. Porque hay cosas que no se cierran nunca).

martes, 4 de diciembre de 2012

Un nuevo relato


De la rebeldía antidictatorial a la militancia popular

Con tan sólo 15 años, a fines de 1976, principio de 1977, Ramón se incorpora a la organización Montoneros. Tenía entonces a su hermano mayor detenido, y su apuesta fue la de asumir un puesto de lucha, en un momento por demás difícil, donde las vacantes se extendían por miles.


En lo primero en que pensó Ramón aquel 24 de marzo de 1976 fue en su hermano mayor. ¿Cambiarían las condiciones del Penal, ahora que los militares asumían el mando del país?
Ramón se preocupaba mucho por la situación de El Flaco, detenido desde hacía tres meses. Pero por sobre todas las cosas lo extrañaba. Podía continuar escuchando Box Dei, Moris, Espineta, Sui Generis o cualquiera de esos grupos que entonces caracterizaban como de “música progresiva”, pero la habitación sin él no era lo mismo. Año y pico habían compartido la pieza: los chismes, los comentarios sobre minas, las apreciaciones sobre las lecturas de El Descamisado, la Evita Montonera y otras publicaciones que de a poco El Flaco le había comenzado a prestar, y a partir de las cuales empezaron a producirse aquellos fructíferos diálogos, cada vez más frecuentes, entre los dos hermanos. Por supuesto, al no estar El Flaco, tampoco podía participar, al menos por un rato,  de aquellas reuniones que se realizaban en su casa.
Así que salvo por su asistencia al Comercial N° 3 de Quilmes, cada mañana, o porque seguía con la lectura de alguna que otra novela cada tanto, de no ser por esas cosas, todo había cambiado en su vida aquel año. Tanto adentro como afuera de su casa. Porque si el año anterior, con la barra de amigos del barrio, solían juntarse todos los fines de semana para comer unas pizzas o empanadas, tomar algo y conversar y guitarrear hasta altas horas de la madrugada, o para ir todos juntos a la cancha a ver Quilmes, ahora los fines de semana se alistaba para asistir a la cárcel a visitar a su hermano. Por supuesto, no era con pesar, sino con entusiasmo que concurría a Sierra Chica.
Y si bien Ramón tenía un grupo sólido de amigos, con quienes habían pasado tantas cosas juntos, ahora sentía que, en algún punto, estaba solo. No era que le dieran la espalda, sino que tal vez no podían comprender por lo él estaba pasando.
Le parecía de otra vida todo lo transcurrido apenas dos años atrás, cuando había entrado al secundario. Consideraba una chiquilinada ahora, los miedos esos que sintieron sus amigos cuando él, que era el más grande de la barra, los llevó –como era costumbre en la época y entre sus vecinos del barrio– a iniciar sus vidas sexuales en la Isla Maciel. “Porque en esa época –aclara Ramón– lo más común era que el fervor de la edad se saciara en el cabaret”.
-- A ver si nos afanan, si nos rompen el culo, comentaron entonces sus amigos.
Y fue Ramón, con cierto aire de superioridad que la edad y la experiencia le daba, quien respondió:
-- Déjense de boludear y vamos, que acá no pasa nada.

Ahora, en cambio, sentía que tenía que hacerse cargo de un papel en el cual la edad y la experiencia no jugaban a favor suyo.
Por todo eso, seguramente, más que por el Golpe, Ramón sintió que su vida daba un giro de 180 grados ese año. Aunque con el correr de los días, de las semanas, de los meses, también la dictadura comenzaría a ser una piedra en el zapato en su propio caminar.
Es que con el Proceso de Reorganización Nacional toda la vida social cotidiana comenzaba realmente a reorganizarse, sobre nuevas bases. El modelo de “chico obediente”, con pelo corto, corbata, saco y pantalones tipo en serie, acompañado del de “niña como debe ser”, con el pelo prolijamente recogido, poca pintura y polleras escolares, “aunque el frio te congelara la nariz” –subraya Ramón– comenzaba a imponerse como la nueva imagen de una “juventud prolija”, alejada de los ideales de la subversión apátrida e inmoral. Seguramente como un refugio, o como un modo de no adaptarse mansamente a ese “como debe ser...” que propugnaba la dictadura, Ramón intentaba al menos no vestirse a la moda, fuera ésta la del gamulan, o la de los buzos tipo canguro. Así que salvo para ir a la escuela, después, Ramón se mantenía firme en usar siempre su campera de jean que lo acompañaba a todos lados donde fuera.
Tal vez porque de chico ya había sido un poco contestador, o porque una vez entrado en la adolescencia comenzó a sentir que no soportaba esa carga asfixiante de las buenas costumbres, es que Ramón empezó a ponerse cada día más rebelde. Sentía que realmente había toda una represión estética, una presión permanente pisándole los talones,  marcándole de cerca qué estaba bien y qué estaba mal, desde el gesto más pequeño e insignificante. Presión que se hacía sentir en todos lados. Y que hacía del respeto reverencial de los jóvenes hacia los adultos su piedra fundamental. Y eso a Ramón le molestaba. Lo incomodaba. Tanto como para empezar a preguntarse por qué él no hacía algo –como había hecho su hermano antes de ser detenido– para enfrentar a ese sistema que obligaba a aceptar las reglas impuestas sin preguntar por qué. Preguntas sobre el presente que involucraban el futuro inmediato. Porque él ya estaba en tercer año, y cuando se quisiera acordar, estaría terminando el secundario. ¿Y qué haría entonces?
Cuando Ramón pensaba en el futuro se preguntaba si haría como El Flaco, que al terminar el secundario se había metido a laburar en la Cervecería Quilmes, o si entraría en la textil la Bernaleza. “Porque esa era la dinámica de cualquier joven del Gran Buenos Aires: terminar el colegio, meterse a trabajar en algún taller, capacitarse y después entrar en una empresa. El futuro laboral, al menos en la zona, estaba vinculado a esas dos grandes empresas”, cuenta Ramón, que a su vez destaca que a la fuerza de las costumbres, en el caso de su hermano, el hecho de ingresar en la Cervecería tuvo que ver además con la línea que “La Orga” adoptó en 1975: hacer el pase de los cuadros de la UES a las fábricas más importantes de cada zona, para fortalecer la inserción de los militantes montoneros en el movimiento obrero, a través de las agrupaciones de la Juventud Trabajadora Peronista. Y El Flaco había sido no sólo un militante de la UES, sino además el cuadro que suplantó a Eduardo Berckerman en la conducción de la agrupación, cuando El Roña –como le decían a Berckerman– fue asesinado por la Triple A junto a El Gringo, aquel 22 de agosto de 1974, mientras regresaban de planificar una miliciada en homenaje por los 16 guerrilleros ejecutados en Trelew en 1972.
Fue por aquella época de efervescente militancia en la UES cuando El Flaco estrechó fuertes vínculos de camaradería y amistad con Pancho, un militante que continuó en contacto con su hermano tras su detención. De hecho fue Pancho quien le enseñó a Ramón, y toda su la familia, como debían moverse en esos ámbitos carcelarios. “Nos ayudó mucho en aquel momento tan difícil”. Paradójicamente, Pancho –que había pasado de Zona Sur a Norte– murió también un 22 de agosto (de 1976), en un enfrentamiento con el Ejército, mientras participaba de una actividad de propaganda armada, en homenaje por los 4 años de los fusilamientos de Trelew, y dos años de los asesinatos en Quilmes del Gringo y el Roña.
Tal vez haya sido el ejemplo de Pancho el que impulsó a Ramón a sumarse a la misma organización que su hermano mayor. O tal vez no, tal vez fue el ejemplo de su propio hermano el que motorizó su decisión de que ya era hora de transformarse, también él, en un militante montonero.


(Publicado el 4 de diciembre de 2012 en www.marcha.org.ar)

martes, 23 de octubre de 2012

De Córdoba al conurbano (primera parte)


Pepe y Lili estaban muy entusiasmados con su reciente incorporación a la Juventud Universitaria Peronista. Pero los efectos del Golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 los hizo emigrar hacia Capital Federal, y luego, hacia el sur del Conurbano, donde continuaron con sus actividades dentro de la organización Montoneros. Allí se conocieron, e iniciaron una historia de amor que perdura hasta el día de hoy.

Para cuando se produce la asunción de la Junta de Comandantes, Pepe era estudiante en la Facultad de Matemática de la Universidad Nacional de Córdoba. Estaba en cuarto año de la carrera de Astronomía, y venía muy embalado con su participación en la militancia estudiantil del año anterior. En 1975, con un año ya transcurrido desde la muerte de Perón, se decidió a integrarse al peronismo revolucionario, luego de discutir sus ideas de izquierda con algunos militantes de la facultad, que se definían más de izquierda que peronistas a la hora de dar cuenta de su pertenencia al interior de la “izquierda peronista”. La agrupación de la que participaba, integrante de la Juventud Universitaria Peronista (JUP), había ganado el Centro de Estudiantes, así que a pesar de los golpes de la represión, y de la ilegalidad de muchos cuadros de la organización –que habían pasado a la clandestinidad en septiembre de 1974– la actividad política legal, abierta, era intensa. “Éramos unos 120 alumnos de la agrupación en toda la facultad. Hacíamos un trabajo muy bueno, sobre todo de investigación. Entro a militar con Daniel, que después lo mató Menéndez en Córdoba, luego de un secuestro. Mi primer acto de militante fue tomar la facultad de arquitectura. Hacíamos pegatinas, pintadas, nuestra militancia no pasaba más de eso”.
El golpe de marzo del 76 lo cambió todo. En el país, en la provincia, y también en su vida personal. Durante esas semanas –abril, mayo, Pepe no lo recuerda con precisión– la conducción de JUP-Córdoba –que era, a su vez, la conducción regional de Montoneros– comienza a reunirse en el departamento de Ludmila, su compañera, que vivía en el departamento de arriba de su casa. Para entonces, las estructuras de Montoneros en la ciudad de Córdoba ya estaban muy golpeadas, producto de la represión ilegal desatada por el Comando Libertadores de América durante todo el año anterior. Así y todo, seguían con sus actividades... al menos hasta julio, cuando la dictadura les provocó un golpe del que no podrían recuperarse: toda la conducción de JUP cae en un allanamiento al departamento de Ludmila, ubicado en el centro de la ciudad. “Cuando cae esa casa me tengo que abrir, dejar la facultad, pasar a la clandestinidad, obviamente. Nos quedamos en Córdoba hasta octubre. Porque la decisión que se toma a nivel nacional fue que los compañeros que éramos ilegales nos fuéramos a Buenos Aires. Nos fuimos en tres camadas, eramos muchísimos compañeros. Creo que yo viajo en la segunda camada y cuando llego allá me encuentro con que había 30 compañeros de Córdoba que yo no conocía”. Entre esos militantes se encontraba Lili.
También Lili había empezado a militar en 1975. Entonces había iniciado su primer año de la cerrera de Psicología, al igual que Pepe, en la Universidad Nacional de Córdoba. Fue a través de un grupo de amigos que se incorporó a la JUP. “En realidad éramos un grupo de adolescentes que nos sentábamos a tocar la guitarra y a leer a Marx y a Lenin. Teníamos entre 16 y 18 años. Eramos un grupo que fue creciendo y potenciando sus conocimientos y compromisos políticos e ideológicos. En aquel entonces estaban Pablo, que desapareció teniendo 19 años. Él militaba en la UES, y fue un poco el líder del grupo, junto con su hermano y otros compañeros. Yo era medio zurda, así que se me planteaba dilema: ¿PRT o Montoneros? Tenía un lío bárbaro. Pero después, charlando con Pablo, él me convenció, y me introdujo en Montoneros”.
Poco a poco Lili fue cambiando su visión acerca del peronismo, y luego de varias charlas con Pablo, que le inisitía en que tenía que valorar más esa identidad política del pueblo, fue acercándose a otro tipo de posiciones, de izquierda, pero con una orientación más plebeya. “Él empezó a traerme libros, revistas, y yo leía y leía. Así que ahí ingreso en la JUP y enseguida fui elegida delegada de curso. Eso fue a principios de 1975. Para fin de año, ya era ilegal, y estaba en el aparato militar”.
En el medio sucedió que su casa comenzó a utilizarse para realizar reuniones, porque estaba en pleno centro de Córdoba y quedaba a mano para todos los que participaban. Unos 20 militantes conocían su casa, más otros tantos colaboradores del Hospital Córdoba, donde trabajaba. Hasta entonces, si bien había ido asumiendo cada vez más responsabilidades con el correr de las semanas y los meses, era legal. Pero uno de esos días, Claudio, un compañero de trabajo que estudiaba Medicina y también militaba en Montoneros, ese  muchacho que la conocía de la organziación y se había sorprendido al verla con el guardapolvo blanco caminando por los pasillos del hospital, un día no volvió a su casa, y de la noche a la mañana dejó de ir a trabajar. “Tenes que dejar tu casa y el laburo. Te tenes que levantar”, le dijo su responsable. Desde entonces, Lili dejó de estudiar psicología, y pasó a formar parte de ese amplio contingente de militantes que vivían en la ilegalidad.
       “Y ahí fui a vivir a una casa en la que se suponía que vivían dos personas, pero a la noche dormíamos siete. Había como tres guardados ahí. Córdoba era muy chico y las pinzas se hacían en los puentes. No se podía pasar de un lugar a otro. Encima sabíamos que La Gringa, una compañera que había caído, salía en un Ford falcon a señalar compañeros por la calle, que eran inmediatamente secuestrados y torturados, y de quienes no se sabía más sobre su paradero”. Así vivió durante un tiempo: asistiendo a las citas con una cápsula de cianuro en su boca –“estábamos dispuestos a matarnos, para no caer con vida en manos del enemigo, porque nadie sabía cómo podía sobrevivir a la tortura sin límite–, saltando de casa en casa, hasta que su nombre apareció en la lista de militantes que serían trasladados a Buenos Aires.
En Capital conoció a Pepe, se reencontró con varios compañeros y compañeras de la JUP-Córdoba y comenzaron a moverse juntos para todos lados. Era como estar en familia, aunque no en casa. Pero ese “estar como en casa” los llevó a relajar las medidas de suguridad, cuando no a dejar de cumplirlas. La caída de unos cuantos cordobeces, luego de que asistirean todos juntos a la cancha a ver un partido de Talleres, llevó a sus responsables a pedir el translado, cada uno para lugares diferentes. “En la cancha se cantaba la marchita peronista –recuerda Pepe–. Los compañeros se entusismaron y le agregaron la parte de Montoneros. En el momento no pasó nada, peor a la salida los secuestraron a todos”.
Eso fue a fines de 1976. A principios de 1977 Pepe y Lili llegaban al sur del Conurbano (continuará…).

viernes, 30 de septiembre de 2011

Kamchatka y los Montoneros silvestres...

Publiqué esta nota hace dos semanas en el portal www.prensadefrente.org. No los menciono, pero los Montoneros silvestres están presentes en el espíritu del escrito. El trabajo, la multiplicidad de iniciativas en las que me involucré en los últimos meses me dificultaron seguir con las entregas semanales del folletín. ¡Espero poder continuar! Nos vemos en breve. Saludos...



Kamchatka, o la memoria como resistencia

En el juego Táctica y Estrategia de Guerra (más conocido por su sigla: TEG), Kamchatka es un pequeño país, ubicado al norte de Asia. País imaginario, parece ser, como una de esas ciudades narradas por ítalo Calvino en su novela Las Ciudades invisibles. Pero no… si uno realiza el ya clásico movimiento de navegar por la web, y se mete, por ejemplo, en la enciclopedia libre de internet Wikipedia, se encuentra con la siguiente definición de Kamchatka: “Península volcánica de 1.250 km de longitud situada en Siberia, al este de Rusia y que se interna en el océano Pacífico”. Por supuesto, ningún dato geográfico nos interesa aquí. Kamchatka, para todos los que hemos jugado al TEG, es ese pequeño pero estratégico país, que nos permite, si nos hacemos fuertes allí, conquistar el continente, estar cerca de Europa y fundamentalmente, tener un paso hacia América del Norte.
Para muchos otros, también, Kamchatka es el título de un libro: la novela de Marcelo Figueras, editada por Alfaguara en 2003. Pero fundamentalmente, para casi todos, Kamchatka es el nombre de la película argentino-española dirigida por Marcelo Piñeyro, estrenada en los cines argentinos en octubre de 2002. Situada en 1976, el drama está centrado en los días en que una pareja (Ricardo Darín, “papá”, un abogado que defiende presos políticos y “mamá”, Cecilia Roth, física de profesión), huyen de los Grupos de Tareas que los persiguen, y se refugian en una quinta alejada de la ciudad, junto a Lucas (un compañero de militancia interpretado por Tomás Fonzi) y sus hijos: El enano (Milton de la Canal) y Harry (Matías del Pozo), el hijo mayor de 10 años, a través de quien se cuenta la historia.
Recordé Kamchatka hace muy poco –unas semanas nomás– cuando vi que Ricardo Piglia, Gonzalo Aguilar y Lita Stantic, presentaban en el MALBA un proyecto que se llama La dictadura en el cine, que consta de la elaboración de un catálogo sobre las 444 películas que hacen referencia al terrorismo de Estado en la Argentina. El catálogo está ordenado con un triple criterio (alfabética y cronológicamente, y también por temas), y puede consultarse en el sitio http://www.memoriaabierta.org.ar/ladictaduraenelcine. Conformada por la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), la Fundación Memoria Histórica y Social Argentina, Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora y el Servicio Paz y Justicia (Serpaj), Memoria Abierta ya lleva más de una década trabajando en la preservación, recuperación y catalogación de materiales documentales sobre derechos humanos, con el fin de abrirlos a la consulta pública.
Kamchatka –que por supuesto, se encuentra entre esos 44 films– fue elegida en su momento representante argentina a la preselección con vistas al Oscar 2003, como mejor película extranjera. Cuando se estrenó, director y guionista realizaron algunas declaraciones ante la prensa, donde aclaraban que este no era tanto un film sobre la dictadura, sino más bien que el período funcionaba como marco para hablar de temas que continuaban operando en el escenario posdictatorial. “Lo que sí charlamos mucho con Marcelo –dice Figueras– antes de arrancar con Kamchatka, y que es algo que a los dos nos vuelve locos, es que cada vez que alguien dice que va a hacer algo sobre la dictadura –una película, una obra de teatro, una novela– empiezan las voces ‘Ah, de nuevo, seguimos con la dictadura’. Son voces interesadas que realmente me asquean”.
Debate, este, que cada tanto vuelve a reactualizarse. Sin ir más lejos, nuevamente volvió a estar presente en el último año, luego de que algunas figuras del mundo televisivo se refirieran frívolamente al respecto.
Otra película (posterior), cuya trama se construye de un modo similar, recuerdo ahora, es la brasileña El año que mis padres se fueron de vacaciones, guionada por Claudio Galperín y Cao Hamburguer, y dirigida por este último. Estrenado en 2006, el film está ambientado en el Brasil de los 70, es decir, bajo la dictadura militar del general Emilio Garrastazu Medici. Mauro –el protagonista es un niño a quien sus padres militantes dejan bajo el cuidado de su abuelo, quien muere en el mismo momento en que el niño llega. Toda la historia se construye a partir de esas ausencias, de las ansias por las espera del momento del reencuentro, por las apariciones –de vecinos de su abuelo, de nuevos amigos y, por sobre todo, de las desapariciones de mujeres y hombres que, como sus propios padres, son perseguidos y arrancados de su cotidianeidad por las fuerzas de la represión.
Pero Kamchatka, estoy convencido, tiene un plus. Algo que hace que muchos no nos olvidemos tan fácilmente de algunas escenas y diálogos. Seguramente sea por su nombre, o por sus resonancias con el juego de mesa o sus vínculos con la política, siempre ligada a categorías de análisis que provienen de las teorías de la guerra, no sé. En mi caso, la escena final ha permanecido en mi cabeza durante años. El padre le dice al hijo más grande: “Te quiero mucho y nunca te olvides” (no sabemos, en ese momento, que es lo que le susurra al oído). Y al instante, con la caja de TEG en sus manos, vemos a Harry correr hacia el Citroen amarillo, donde su madre y su hermanito lo esperan para dirigirse hacia la casa de sus abuelos. Y es allí, mientras vemos al auto irse por un camino rodeado de una inmensa nada, donde escuchamos la voz en off del niño decir: “La última que lo vi mi papá me habló de Kamchatka. Y esa vez entendí. Y cada vez que jugué papá estaba conmigo. Y cuando el partido vino malo me quedé con él y sobreviví. Porque Kamchatka es el lugar donde resistir”.
Lejos, muy lejos de esas posiciones que tienden a colocar a la memoria en un lugar de sentido común (así sea de lo políticamente correcto), obviando que también las buenas intenciones pueden conducir al conformismo o la fetichización de elementos cuestionadores del orden social, nuestra búsqueda tiene más bien que ver con la posibilidad de encontrar en nuestro presente las huellas de las experiencias pretéritas que pugnaron por una transformación del mundo. Tender un puente con aquellas generaciones, entablando un pacto secreto y silenciosos que nos permita continuar en la búsqueda de los cuerpos nunca encontrados, del juzgamiento de los responsables de la política desaparecedora, es hoy una tarea imprescindible. Jorge Julio López –testigo clave en los juicios contra los represores desaparecido hace ya seis años– es un estandarte no sólo de la lucha actual por la justicia, sino también un claro ejemplo de que las huellas del pasado que se activan en el presente no tienen que ver sólo con la subjetividad, con una memoria que se reactualiza en cada pelea de los de abajo, sino que además es insistencia del ayer en las respuestas ante esas luchas, aunque sean ejercidas por sectores que ya no tienen el mismo poder.
Tal vez por esto es que Kamchatka, su nombre, no es olvidado tan fácilmente. Porque
Kamchatka es un símbolo que condensa una diversidad de pensamientos y prácticas actuales, es ese lugar desde el cual continuar la resistencia contra los poderes que obstaculizan los cambios.

martes, 28 de junio de 2011

Vigesimoprimera entrega: Pocho (III)

PRIMERA PARTE: DEL GOLPE AL MUNDIAL


II- 77: Peronismo Montonero
  
Vigesimoprimera entrega: Pocho (III)

Doy vuelta el cassette y leo: 12/09/05. Me quedo pensando en si tiene sentido volver a escuchar aquellas palabras que, de todos modos, estoy leyendo en la pantalla de la computadora. Casi a l instante me digo que sí, que el tono de las voces me permite situarme más en la lejana tarde en que realicé la entrevista y que los modos de hablar, muchas veces, son indicios de sentimientos que difícilmente pueden ser captados en una simple y rápida  lectura de un desgrabado.
En este tramo de la entrevista en el que me detengo, Pocho se acuerda de algunos de los casos trágicos de aquellos días. Por supuesto, puede decirse que todos los casos fueron trágicos por aquellos días, pero me refiero a esos episodios particularmente trágicos. No de aquellos que murieron en alguna acción realizada por la organización, como ese pibe jovencito, un miliciano de Solano que se manda un moco, le saca un fierro a un policía y pierde, o ese otro caso de unos tres o cuatro compañeros que fueron de la Sur I a la Sur II para robarse unos cheques y que al salir de un banco en Quilmes los sorprende la policía y pierden. No, Pocho se refiere a esos otros casos, particularmente trágicos –decía– en que las compañeras y compañeros caían delatados por sus compañeros-parejas, es decir, por quienes no sólo compartían una cotidianeidad en la lucha y la organización del día a día, sino también otro tipo de afectos, de compromisos, de amores. Se acuerda de El Tano, un compañero que a mediados de 1977 (si mal no recuerdo –aclara– porque en estos casos es casi imposible acordarse con precisión), perdió delatado por su compañera, en Ezpeleta. Noto que perdió se transforma en una palabra clave de su relato. No dice “murió”, “lo matoron”, “fue asesinado”. Ni siquiera, como otros entrevistados, dice “cayó”, sino –simplemente– perdió. Eso sí, como casi todos los entrevistados, él tampoco aclara los términos que usa. Por las lecturas, por las películas, por los relatos que a través de los años fui escuchando, me fui familiarizando con los términos, pero a veces me pregunto si no habrá que hacer un esfuerzo (narrativo) por intentar aclarar algunas terminologías de la época, totalmente ajenas a quienes nacimos por aquellos años, o en muchos casos, varios años después de los acontecimientos referidos en este Folletín digital. En fin, estábamos en que Pocho recuerda cuando El Tano pierde. Y también, cuando sucede lo de La Mendocina.
Estas son de las historias que hablan de la ideología pero desde otro lugar, dice categóricamente Pocho. Y comenta que La Mendocina, que era la compañera de Palito (uno de los responsables de los pelotones del Ejército Montonero en la zona), era políticamente muy nuevita. El tema es que no me acuerdo como, la cana lo va a buscar a Palito a una pensión en la que vivían juntos en Quilmes, y la compañera lo canta, les dice que sí, que estaba. Palito, que va para el lugar, antes de llegar se da cuenta que están los milicos y se raja. Entonces Palito va y lo cuenta, lo informa con El Tata. Fue una reunión hermosísima, de lo que era la conducción de la zona y evaluamos. Por supuesto que la compañera logra zafar de la cana, los canas se van y ella después viene y lo cuenta. Se encuentra con Palito y ella le cuenta lo que había pasado, que la habían torturado.
Entonces se hace la reunión, en el barrio La Iapi, en la casa de unos paraguayos, que era el lugar donde funcionábamos y con El Tata se discute qué hacer con la compañera, ya que había colaborado, había entregado a un compañero... y te decía que fue una reunión muy linda por lo que se terminó planteando. Porque lo que correspondería hacer, según manual, es fusilar a la compañera, y sin embrago todos fuimos diciendo, de a poquito, que no estábamos de acuerdo con esto, no solamente porque no nos bancábamos ajusticiar, fusilar a una compañera, sino porque creíamos que la compañera después había tenido una actitud coherente en el sentido de ponerse a disposición. El Tata dijo: “yo pienso lo mismo”, y lo que se decide hacer es que la compañera se vaya para Mendoza, se le paga el pasaje, para que deje de ser un problema de seguridad para los que estábamos en territorio. Por supuesto, nunca más supe nada de ella, de su vida. Y esto hablaba de El Tata, de como alguien de una dureza ideológica, un compromiso y una entrega muy grande, tenían esas actitudes.
Luego de un prolongado silencio, Pocho –con su camisa empapada de sudor– dice: Me pone mal, me pone nervioso hablar de todo eso.  
Cuando habla de El Tata, sin embrago, a Pocho se le enciende la mirada. Se toca suavemente su bigote mostacho y continúa:
Ese era El Tata. El mismo que una vez caída toda la estructura política se decidió a reagrupar todo detrás de la estructura militar, donde además de la estructura propiamente militar, operativa, funcionaba además una estructura de Logística y otra de Prensa, también absorbida por la estructura militar. Lo que había de fuerza, lo que quedaba, eran dos o tres oficiales, un grupo de suboficiales y algunos milicianos. Con eso El Tata logra relanzar la resistencia.